Autor: Manuel Delgado, publicado en El País.
La usurpación de ‘El derecho a la ciudad’ por las nuevas políticas urbanas.
El filósofo Leszek Kolakowski y Henri Lefebvre, a la derecha, en Amsterdam, marzo de 1971 BERT VERHOEFF WIKIPEDIA COMMONS)
Dentro de poco, entre el 29 mayo y el 1 junio, se va a celebrar en Caen un encuentro internacional con un título bien elocuente: ‘El derecho a Lefebvre’. De lo que se trata no es solo de insistir en la vigencia de uno de los pensadores críticos –y perdón por el pleonasmo– de la segunda mitad del siglo XX. Se trata sobre todo de rescatar a Lefebvre de su usurpación por parte de teorías y prácticas urbanísticas y políticas que invocan su nombre y su obra para dignificar lo que son simples operaciones de reforma ética y estética de la apropiación capitalista de las ciudades.
Cuesta sintetizar la hondura y la amplitud tanto del trabajo como la experiencia vital de Henri Lefebvre, algo que intentó Eduardo Haro Tecglen con motivo de su muerte en 1991. Su trayectoria acompaña un buen número de hitos del siglo XX y a veces los determina: las vanguardias, de dadá a los situacionistas; la lucha contra el fascismo y el colonialismo; las relecturas disidentes de Marx; el diálogo crítico con el existencialismo y con los estructuralismos; las revueltas de finales de los años 60…. No es por azar que fuera en París y dos meses antes de las barricadas de mayo de 1968, que apareciera El derecho a la ciudad, el libro del que por fin hace poco teníamos una nueva edición revisada a cargo de Capitán Swing, luego de décadas de ausencia de su primera publicación en castellano. Una desaparición esta que da testimonio del olvido que llegó a merecer una mirada lúcida sobre lo que estaba siendo la depredación mercantil de las ciudades y que anticipa lo que será la forma atroz que ha adoptado en su fase posindustrial.
Del olvido hemos pasado, hoy, a la usurpación de su pensamiento, empezando por el propio concepto de ‘derecho a la ciudad’, convertido en lema por la retórica pseudoradical –por ejemplo, la del propio David Harvey– de quienes plantean el derecho a la ciudad como derecho a las prestaciones básicas en materia de bienestar: vivienda, confort, calidad ambiental, servicios, uso del espacio público y eso que se presenta como ‘participación’, que no suele ser otra cosa que participación de los dominados en su propia dominación, sin dejar de recordar las propuestas de generación de ‘espacios alternativos’ que acaban contribuyendo ‘creativamente’ a las dinámicas de gentrificación. En cambio, el derecho a la ciudad que reclamaba Lefebvre era mucho más, un superderecho que no se puede encorsetar ni resumir en proclamaciones, normas o leyes destinadas a maquillar un capitalismo ‘sensible a lo social’.
* Vea el video «Mai 68 à Paris»
Todo el trabajo de Henri Lefebvre fue justo lo contrario de lo que se está queriendo hacer de él, tal y como se procurará poner de manifiesto en Caen y como ya ha sido denunciado por quien mejor encarna su herencia en la actualidad, Jean Pierre Garnier. Más pertinente que cuando la planteó resulta la crítica de Lefebvre a ciencias y saberes que, presumiéndose asépticas e imparciales, asumen la tarea de generar y sistematizar la dimensión espacial de las relaciones de poder y de producción, afanosas por someter tanto los usos ordinarios o excepcionales de la ciudad –de la fiesta al motín–, como la riqueza de códigos que los organizan. El resultado son espacios falsos y falsificadores, aunque se disfracen tras lenguajes complejos que los hacen incuestionables. Son los espacios de los planificadores, de los administradores y los administrativos, y también de los doctrinarios de la ciudadanía y del civismo, siempre dispuestos a rebozar de ‘buen tono’ las políticas urbanísticas para hacerlas digeribles a sus víctimas, los urbanizados.
Lo que nos dice Lefebvre es que tras ese espacio maquetado de los planes y los planos no hay otra cosa que ideología, en el sentido marxista clásico, es decir, fantasma que fetichiza las relaciones sociales reales e impide su transformación futura. Es o quisiera ser espacio dominante, hegemonizar los espacios percibidos, practicados, vividos o soñados y doblegarlos a los intereses de quienes encargan ‘reformas’ o ‘rehabilitaciones’. Es el espacio del poder, aunque ese poder aparezca como ‘organización del espacio’, un espacio del que se omite o expulsa todo lo que se le opone, primero por la violencia inherente a iniciativas que se presentan como urbanísticas y, si esta no basta, mediante la violencia abierta. Y todo ello al servicio de la producción de territorios claros, etiquetados, homogéneos, seguros, obedientes…, colocados en el mercado a disposición de quienes se creen de ‘clase media’ y sueñan con ese universo urbano tranquilo, previsible, desconflictivizado y sin sobresaltos que se diseña para ellos como mera ilusión, dado que está condenado a sufrir todo tipo de desmentidos y desgarros como consecuencia de su fragilidad ante los embates de esa misma verdad social sobre la que pugna inútilmente por imponerse.
En efecto, lo propio de la tecnocracia urbanística es la voluntad de controlar la vida urbana real, que va pareja a su incompetencia crónica a la hora de entenderla. Considerándose a sí mismos gestores de un sistema, los expertos en materia urbana pretenden abarcar una totalidad a la que llaman la ciudad y ordenarla de acuerdo con una filosofía —el humanismo liberal— y una utopía, que es, como corresponde, una utopía tecnocrática. Su meta continúa siendo la de implantar como sea la sagrada trinidad del urbanismo moderno: legibilidad, visibilidad, inteligibilidad. En pos de ese objetivo creen los especialistas que pueden escapar de las constricciones que supeditan el espacio a las relaciones de producción capitalista. Buena fe no les falta, ya hacía notar Lefebvre, pero esa buena conciencia de quienes diseñan las ciudades agrava aún más su responsabilidad a la hora de suplantar la vida urbana real, una vida que para ellos es un auténtico punto ciego, puesto que viven en ella, pretenden regularla e incluso vivir de ella, pero no la ven en tanto que tal.
Para asesinarla o impedir que nazca esa vida urbana –lo urbano como vida– trabajan los programadores de ciudades. Están convencidos de que su sabiduría es filosófica y su competencia funcional, pero no saben o no quieren dar la impresión de saber de dónde proceden las representaciones a las que sirven, a qué lógicas y a qué estrategias siguen desde su aparentemente inocente y limpia caja de herramientas. Están disuadidos de que el espacio que reciben el mandato de racionalizar está vacío y se equivocan, porque en el espacio urbano siempre hay y sucede algo. De manera al tiempo ingenua y arrogante, piensan que el espacio urbano es algo que está ahí, esperándoles, disponible por completo para sus hazañas creativas. No reconocen o hacen como si no reconociesen hasta qué punto no hacen otra cosa que obedecer, que acatan órdenes.